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Ibón es una palabra aragonesa de oscura etimologí­a. Parece proceder de la raiz iba, que en el antiguo idioma galo hací­a referencia al agua. Ibón significa lago de alta montaña, los ibones son los lagos de origen glaciar que salpican una gran parte de las cimas de los Pirineos.  Cuentan las viejas leyendas que el fondo de los ibones pirenaicos está habitado por una antigua raza mitológica.

En el pueblo de Canfranc viví­a hace muchos años Damián, llamado el Cucharero. Era hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y ducho en recursos. Tení­a que sobrevivir al duro clima y a las difí­ciles pruebas que cada dí­a le imponí­a su hábitat. Formaba parte del grupo de pastores de la comarca. Los pastores bajaban a Tierra Plana en cuanto asomaban los primeros frí­os, para proteger al ganado y darle pastos en los campos situados más al sur, donde la nieve desaparecí­a antes. La transhumancia era la forma de vida de la montaña, y nadie se planteaba que hubiera maneras distintas de vivir, o de sobrevivir.  Aunque, en una ocasión, Damián quiso cambiar su vida.

Ese año, habí­a sido padre de un niño. Cuando marchó al llano el invierno anterior, su mujer le habí­a dicho que encontrarí­a nuevo ganado al regreso, pero él nunca imaginó que se referí­a a su primogénito, al ereu, el heredero de la casa.  Cuando volvió, se encontró con una criatura de meses, y a su madre diciéndole:

-El mosén querí­a que lo bautizara antes, pero he querido esperarte.

-Le pondremos Fabián, como su abuelo, así­ tendrá al angel de la guarda y a la almeta de mi padre que en paz descanse para protegerle toda su vida.

Esto lo dijo Damián con lágrimas en los ojos, y sólo habí­a llorado antes una vez en su vida, que recordara, y fué cuando vió caerse a su hermano por las Peñas y matarse al ir a buscar un cordero que se habí­a perdido.

El resto del año a Damián se le pasó como en ví­speras, y cuando se quiso dar cuenta, el invierno volví­a a ocupar su lugar. Pero esta vez el pastor dijo que no bajaba con el ganado. Los demás pastores le llamaron loco; el mairal, como denominaban al capataz, al más veterano en la profesión, le amenazó con echarle del gremio, y las mujeres del lugar le hicieron saber lo que pensaban de un mal padre como él.

Damián querí­a celebrar esa Navidad con su mujer y su hijo, como hací­an los de los pueblos de Tierra Plana, y después vivir en su casa, no en el monte. Para conseguir su propósito, habí­a pasado muchas horas tallando madera de boj. Con su naballa hizo cientos de cucharas, cazos y cucharones mientras los demás dormí­an en las mallatas. Sólo quedaba ahora recorrer los pueblos del Valle y vender la mercancí­a. Así­ ganarí­a el dinero suficiente para sobrevivir al invierno, y la primavera siguiente ya se verí­a. Pero llegó el 24 de diciembre, la antigua fiesta del Solsticio de Invierno, y Damián apenas habí­a vendido algo. Quedaba una posibilidad: habrí­a que pasar a Francia y probar allí­ suerte. Sólo volviendo con dinero suficiente en la faltriquera podrí­a seguir llevando la cabeza alta en el pueblo.

Damián partió hacia las montañas del Puerto aquella frí­a mañana de la Nueibuena, sin hacer caso de las habladurí­as de su mujer y de su suegra. El no creí­a en las historias de biellas. Estaba harto de oir a las más viejas del lugar contar que en los ibones de Puerto habitaban seres malignos que acababan con los caminantes, si se atreví­an a pasar por allí­ en los dí­as mágicos de los solsticios. El era pastor, y sabí­a que el verdadero peligro cuando se andaba por las cimas consistí­a en no reconocer las crepas o grietas en el hielo bajo la nieve, eso sí­ que era arriesgarse a perder la vida, como le pasó a su hermano.

Desayunó fuerte: unos huevos fritos, cebolla y pan. Echó al morral un pan entero y queso. Sobre los hombros se acomodó la mochila cargada con los cubiertos de madera y sin despedirse de nadie, aún de noche, salió hacia Puerto, con la única compañí­a de su gayata, su bastón de pastor. Llegó al paí­s vecino al mediodí­a. Las ventas no le fueron mal del todo, se notaba la cercaní­a de la noche festiva y del dí­a de Navidad, y más de uno solucionó los regalos con el boj bellamente tallado por el artesano. Aunque Damián esperaba más, y apuró el tiempo todo lo que pudo, la noche se le echaba encima y era hora de volver a casa.  Conocí­a muy bien el camino, y confiaba en las estrellas, como tantas otras noches de pastoreo. Sin embargo, la cima del puerto le sobrecogió. Nunca antes habí­a sentido esa inquietud, nunca se habí­a notado oprimido por una extraña fuerza que parecí­a provenir de la misma montaña. La nieve amortiguaba el sonido de las pisadas. El viento estaba calmado y el silencio era absoluto. Hasta que escuchó la voz. Al principio no se lo creyó. Luego ya no tuvo más remedio que mirar hacia la superficie negra y brillante del ibón. Allí­ no parecí­a haber nadie, y, sin embargo, la voz vení­a del lago. No se entendí­a lo que decí­a, ni siquiera era posible saber si se trataba o no de palabras. Al poco tiempo, a la primera voz se unieron otras, y todas parecí­an voces de mujer.

A Damián le temblaban las piernas y las manos. Dejó resbalar de la espalda el morral y la mochila, y se desparramó su contenido por la ladera de nieve que se extendí­a a sus pies. El coro de voces seguí­a entonando una melodí­a extraña, bellí­sima, y a cada minuto que pasaba, parecí­an añadirse nuevas notas, entonaciones imposibles y misteriosas resonancias. Damián comenzó a andar hacia el lago. En lo más profundo de su cerebro le pareció escuchar, debilmente, la cantarina voz de su mujer que lo llamaba, pero enseguida su nombre formó parte del coro de aquellas voces angelicales, y, claramente, resonó en todo el valle una frase pronunciada por gargantas invisibles:

-Damián, Damián, ven, ven…

El hechizo de las Fadas de los Ibons de Puerto volví­a a elevarse por encima de las aguas heladas, por encima de la nieve oscura, más allá de las cimas… y su poder, su antiguo y desconocido poder venido de otros mundos y de otros tiempos, arrancaba de esta vida al pobre Damián, Damián el cucharero, y le obligaba a arrojarse en los brazos glaciales de los lagos de la montaña. La profundidad de un ibón fue su tumba.

Pasados los años, todas las Nueibuenas, un joven montañés llamado Fabián sube a Puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las calmas aguas del ibón.

copyright 2000 Chema Gutiérrez Lera – http://www.aragonesasi.com/elfos/01/puerto.htm

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